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"El Ultimo Bolero"


El último bolero o la nostalgia del exilio

Por Waldo González López –www.TeatroenMiami.com

Fotos: Alfredo Armas


PRIMER TIEMPO

La voz del trovador Carlos Varela se deja escuchar en una de sus tristes/nostálgicas canciones: «Foto de familia», evocadora del largo y penoso drama de dolor y saudade, por la separación de miles de cubanos de las dos orillas, interminable trecho que circunda —sangre y dolor mediante— la tragedia de la separación (¿aún insoluble?) entre la comunidad cubana en Miami y la residente en la oprimida Isla.

“El perdón no tiene edad”, le dice a su hija la madre enferma de cáncer, Sofía (Belkis Proenza), recién llegada a La Habana desde Miami (de la que regresa para una breve visita familiar a la Isla); pero le refuta Beatriz (Yani Martín): “Lo que no tiene edad es la culpa”.

El reencuentro de ambas es el intríngulis de la icónica obra El último bolero (1998), de Cristina Rebull, que con notable éxito inauguró, el pasado fin de semana, la primera edición del Festival de la Escena Gay, Miami 2014, en la Casa del TÉatro.

ENTREACTO

Desde su inesperado, pero bien acogido estreno, en La Habana de 1998 (con la interpretación de la propia Cristina y la emblemática Verónica Lynn, Premio Nacional de Teatro), la obra ha sido y continúa siendo un éxito de cartelera, como bien se corroborara, tras su recorrido por la Isla entre 1998 y 1999, su enorme periplo de cerca de 300 representaciones en Barcelona, Quito, Guayaquil, New York y Miami, donde la estrenaría el grupo Havanafama bajo la dirección de Juan Roca y la Compañía La Ma Teodora que, promovida por Alberto Sarraín, realizó tres funciones.

Mas, mucho antes, en La Habana de 1998, tras leerla, asistir a un ensayo y disfrutar su estreno, la incluí en mi selección antológica Cinco obras en un acto. Teatro cubano de fin de siglo que publiqué, en 2001, por la Editorial Letras Cubanas.

Por cierto, gracias a la aparición de este volumen, se recuperó la prestigiosa Colección Repertorio Teatral que —iniciada casi dos décadas atrás con un clásico de la dramaturgia nacional: Contigo pan y cebolla, del fallecido autor, director y actor Héctor Quintero, luego Premio Nacional de Teatro— también había desaparecido por los desastres de la caída del Muro de Berlín y sus inmediatas consecuencias para la vida cubana de los ‘90.

Con el título que seleccioné para el libro, rendí el póstumo y necesario homenaje a mi colegamigo, el historiador y crítico Rine Leal y su antología Teatro cubano en un acto, publicada por las no menos antológicas Ediciones R, en La Habana de 1963, como remarqué en mi prólogo de ese volumen: «Un teatro original».


SEGUNDO TIEMPO

En esta ocasión, para el nuevo montaje a propósito del Primer Festival Internacional de la Escena Gay, el laborioso Juan Roca realizó cambios no solo con las actrices, sino también otros que muy bien funcionan, como la solución de teatro arena, con las intérpretes desarrollando la acción a lo largo de la sala y frente a los espectadores, óptimo recurso que ofrece a la puesta una peculiar intimidad, ya que involucra al público en la trama.

Asimismo, Roca le ha otorgado mayor carga simbólica a la acción de la madre, quien recoge los diarios Granma del piso para echarlos a la basura, y la hija los reacomoda en una sugerida coreografía, como cuando en otra escena, ambas sugieren los movimientos de un guaguancó, mientras se cruzan mutuas acusaciones.

No menos eficiente resulta la alegoría del barco navegando, realizada por Betty, quien, como un niño, imita la acción con un barco de papel, tal el persistente sonido de las olas, evocando la ya lejana partida del hijo y la madre, y el consiguiente abandono de la hija.

Estos cambios le otorgan al montaje una peculiar riqueza expresiva que, apoyada por la antitética dupla dramatismo VS humor, evita el temible melodrama, pues la risa, en oportunas apariciones, salva y enriquece pieza y puesta, con humanismo, gracias a las excelentes interpretaciones de Belkis y Yani, cuyos contenidos desempeños alcanzan intensidad.

Asimismo, proveen de humor a la puesta, las constantes llamadas desde Miami del hijo y de la hipocondriaca Blanca Carrasco: funcionan como válidos anticlímax, como cuando Betty le revela su ignorado homosexualismo, mantenido con la amiga psicóloga Georgina (“Goya”).

La madre siempre ha tenido como preferido a Oscarito, el hijo gay, tras el que ella partió cuando él salió rumbo a Miami en la diáspora del Mariel, cuando miles de cubanos se lanzaron huyendo del fracaso socialista de la Isla.

Dolida con la madre —quien ahora trata de ocultar su predilección por el hijo, olvidándose de la postergada hija—, la hija le refuta con razón: “Para Oscarito, yo debía estar muerta.”

Odios y rencores se entrecruzan como espadas en este ring dialógico, del que se extrae, en particular, una sentenciosa verdad: “El peor exilio es del alma”, tal asevera la ahora dolida madre, Sofía, quien ha venido a despedirse de la hija, Betty, pues el cáncer le aproxima su final.

En conclusión, creo muy buena la idea de iniciar el evento con la talentosa puesta de la pieza, poseedora de altos valores humanos y dramatúrgicos, tal se ha constatado a lo largo de tantas representaciones en distantes ciudades y ante cientos de distintos públicos.

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